El triste interior de los iglús

Páginas cordiales y alucinadas, así dice la contraportada.

Pero estas no son páginas cordiales. O, por lo menos, no tanto como sí alucinadas. En algunos momentos los cuentos con los que debuta Almudena Sánchez son inquietantes como ese payaso macabro que se ha puesto tan de moda.

¿Alguna vez has estado dentro de un iglú? Eso es lo que se propone Almudena Sánchez con estos diez relatos que le edita el Caballo de Troya de Alberto Olmos: meternos de cabeza en uno, descubrirnos cómo suena la realidad dentro de un iglú. Y suena a poesía. Suena a un mundo que de tan bello es terrible. Suena de un modo que te puede helar las entrañas.

Veamos.

Al principio se me antojó como en ciertas películas en las que escena por escena dominan los efectos especiales, más importantes ellos que la historia, que los personajes, que los diálogos. Tanta frase bonita, tanto rizar el rizo, tanta imagen, metáforas y comparaciones y enumeraciones, afectaba a mi lectura de ingravidez: yo me iba, me iba yendo, y el texto se quedaba abajo. Almudena Sánchez sabe jugar con las palabras. Yo necesitaba peso.

Leí los diez cuentos sin saber bien qué había ocurrido. Entonces hice lo que siempre hago cuando me sucede eso: releí varias veces más los cuentos. Y fue entonces que hallé algo dentro de ellos muy triste. Aunque tal vez fuera el día gris y lluvioso que veía por el hueco de la pequeña puerta del iglú.

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La acústica de los iglús son artefactos para sufrientes. Los personajes son infelices:

“Sin mucho que contar, yo iba viviendo de inutilidad en inutilidad, esperando el gran momento de hacerme útil”.

“El espejo es una confirmación demasiado realista de la vida”.

“Mi currículum lo llevo en una bolsa del supermercado”.

“Buscábamos una cierta seguridad, que es lo mínimo que se puede esperar de un trozo de suelo”.

Y hay más. Muchas más muestras de infelicidad. De tristeza pura. De esa que es más triste que ninguna: íntima e inevitable. Está la niña enferma, cuya enfermedad la aleja de la gente y sólo encuentra consuelo en los animales; está la exnovia despechada y substituida a los tres meses de la ruptura, que se va al espacio como astronauta; la madre que huye arrastrando a sus hijos en una furgoneta con el cuentakilómetros oxidado por un mundo muerto; la adolescencia morbosa de dos niñas pianistas; unas amigas que se odian sin saberlo, hasta que una sí, lo descubre; unos ancianos que llegan al momento más pleno de sus vidas justo antes de… En los cuentos de La acústica de los iglús hay mundos líricos que encierran tristeza y poca esperanza. Hay la melancolía y la belleza que imagino en el sonido revotado por el frío de paredes de hielo. El peso que me hacía falta era esta tristeza.

Le preguntaban a Almudena Sánchez en Estandarte cómo era el espacio en el que escribía y contestó: «Necesito silencio y una temperatura agradable. Ah, y siempre por la noche.» Ese espacio se le nota en lo onírico de estos diez cuentos. Hay poco realismo aquí. O mejor: «El espejo es una confirmación demasiado realista de la vida.» Estos cuentos son literatura, no un espejo.

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