El otro día volví a pasarme por Altaïr porque Jordi Serrallonga (primate, naturalista, historiador, divulgador y buscador de animales invisibles) presentaba su nuevo libro, Un arqueólogo nómada en busca del Dr. Jones (Despertaferro ediciones). Llegué en bici porque en verano no me gusta el metro. Y llegué un rato antes, que es como se tiene que llegar siempre a las librerías: llegar un rato antes significa que tienes tiempo para los desvíos.
Otro que llegó fue Jacinto Antón. Lo hizo con una pistola Luger. La sacó de su mochila al iniciar la presentación para que no hubiera duda, claro, de que la tarde iba de frikis peliculeros y soñadores varios.
Fue la primera vez que me sentí fuera de lugar con mi humilde Stetson. La ocasión habría merecido un fedora, ni que hubiera sido falso.
*
Comencé a leer Un arqueólogo nómada en busca del Dr. Jones, pero luego en mi mesa se fueron enredando otros muchos libros. A veces me siento como l’Enric, el protagonista del libro que le leemos ahora en casa a Lea por las noches, un niño que aprende a volar con la imaginación, que apila los libros que devora hasta formar La muntanya de llibres més alta del món (Rocio Bonilla, Ed. Animallibres y Algar Ediciones): soy l’Enric en un equilibrio precario sobre su alta pila de libros.

El caso es que fui con el libro de Serrallonga en mi bolsa para que me lo dedicara (no hubo tiempo para eso, habrá que buscar otro momento). Me fijé que la solapa marcaba la página por donde iba de mi lectura y había una frase subrayada: “Quien diga que ya no queda nada nuevo por descubrir está muy equivocado”.
Y justo una semana antes de que Jacinto Anton presentara en Altaïr el libro de Serrallonga a punta de pistola, yo acompañaba en el mismo lugar a Juan Trejo en la presentación de El río de los dioses (F&F). Entonces dije que ese libro de Candice Millard trataba de una época en la que aún había lugares nuevos por descubrir, como queriendo decir que ya no había nada nuevo por descubrir.
Ahora me doy cuenta de que incurrí en un lugar común, que lo inteligente es darse cuenta de lo contrario, de que aún hay mucho nuevo por descubrir.
*
Desvío: el inicio de la presentación de Un arqueólogo nómada en busca del Dr. Jones me pilló con otro libro bajo el brazo: El arte de contar la naturaleza, de Luci Romero (Barlin Libros).No es un libro, es una metageografía literaria repleta de inspiración.
Esta semana me llegó un tuit de esos que aún se pueden encontrar en el nuevo Twitter de Musk, de esos que cortan el scroll en la pantalla como una guillotina y te dejan un rato pensando. Era de Raúl E. Asencio, editor para La Caja Books (de los que, por cierto, estoy leyendo Viaje a Liberland con cara de emoticono sorprendido).
En el tuit compartía la primera prosa apátrida (y demoledora) de Julio Ramón Ribeyro. Dejo aquí solo un fragmento: «Entrar en una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido…».
Eso es lo que sentí al entrar en la primera librería tras publicar Una vida posible. Lo sigo sintiendo aún hoy en día, cuando hace casi medio año que ya salió de imprenta y sigue haciéndose un hueco en estantes y columnas periodísticas.
*
Y pese a lo que escribió Ribeyro, una última cosa a modo de ejercicio de agudeza visual… ¡En esa mesa de relatos viajeros está Una vida posible (Ed. Menguantes)! Gracias, Altaïr.